Un libro de filosofía puede tener diversas utilidades. Puede servir para que el lector se rompa el cráneo a base de actividad cerebral desmesurada, para que acelere el sueño a las 2 de la mañana después de 2 cafés (arábigos, no mezcla) y 1 redbull o para dejar que el tiempo co(ooo)rra, o en cualquier caso, que ande. Así mismo, esto puede ser aplicado al propio autor de la obra.
En el caso de un libro elegido en la asignatura de Filosofía las utilidades pueden ser algo más confusas. He aquí a lo que lleva la confusión:
Theodor W. Adorno
Tal vez ya se nombró a un gato negro; es tiempo de indicar que se llamaba Teodoro en homenaje indirecto al pensador alemán, y que el nombre se lo habían puesto Juan, Calac y Polanco después de prolijas glosas sobre los materiales literarios que algunas tías fieles les mandaban desde el Río de la Plata y en los que algunos sociólogos hechos más bien a dedo abundaban en citas del célebre Adorno, cuyo vistoso apellido parecían querer aprovechar literalmente cosa de que sus ensayos les quedaran padre. Se estaba en un tiempo en que casi todos los artículos de ese tipo aparecían constelados de citas de Adorno y también de Wittgenstein, razón por la cual Polanco había insistido en que el gato merecía que lo bautizaran Tractatus, moción mal recibida por Calac, Juan y el mismo gato que en cambio no parecía nada deprimido por llamarse Teodoro. (...)
Más sobre gatos y filósofos, La vuelta al día en ochenta mundos, Julio Cortázar.
Este hermoso gato (derecha, en la primera fotografía) es este horrible hombre.
Hay cosas que simplemente no deberían funcionar así. O quizás sí. Es todo muy confuso.