A veces me he preguntado por qué la obsesión del espacio. Esa idea que viene ya dada con su encanto justo, su piedra clave, su bisagra esencial que no cuestionas porque se entrega cargada de sentido sin necesidad de someterla al juicio de la herramienta. Qué escarnio.
Y a veces alguien vuelve a ponerla sobre la mesa y la desnuda delante de ti, con su pulso fiel y certero. Algo así fue lo que sentí cuando subí a Madrid con la idea de pasear por el álbum de exposiciones que se ha presentado este verano en el Reina Sofía.
Lejos queda mi intención de hacer una retrospectiva de esa enormísima impresión de la planta tercera del museo, que no puede llamarse exposición porque cada sala es una idea latiente, y me acomodo más bien en la visión que dan los espacios oníricos de un creador que es ecuación de observador y artífice. Hamilton interviene en el mundo con bisturí (de plástico y alambre como el armazón contemporáneo) y estampa óleo en las fotografías; coloca máscaras a los retratos; despliega tapices en los suelos; llama a mujeres desnudas a sus habitaciones vacías.
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