Septiembre es el mes en el que uno sustituye la dichosa inquietud
de pies de las vacaciones por unos paseos reiterados por más o menos los mismos
caminos y un perderse más con la cabeza que con los gemelos. O al menos ese es
el caso de muchos. El hombre en actividad no tiene el tiempo ni el sosiego
mental de hacer balance de sus días y va reservando las ideas en algún cajón de
la mente para escribir, más que diarios, memorias.
También
es el mes de los arranques, de las novedades, del volver a las librerías y ver
las nuevas tendencias en los diseños de las portadas y regruñir para luego
acomodarse en los temas que parece que este año van a estar en boca de todos;
coger el vocabulario del año y enterarte de los equivalentes de lo que la temporada
pasada fueron “escraches”, “eccehomos” y “preferentes” para empezar a pronunciarlos
tímidamente, porque hasta el panadero lo hace, y uno acaba rindiéndose cuando,
si no se deja, ya no puede apenas mantener una conversación fluida y decente.
Aparece
como digo tinta nueva recién salida de una imprenta de Barcelona o de Madrid, cuyas
máquinas van alternando cada vez más entre los libros y las revistas, que van recobrando
desde hace poco presencia en los mostradores. Así que una ve, hojeando las
páginas de las publicaciones culturales, dos patrones sigilosos que se
balancean en los índices, salvando ciertas y honrosas excepciones: pasados memorables
y prácticos presentes. Me explico: la prensa de la cultura dedica sus páginas,
por un lado, a grandes figuras irreprochables para revisitarlas, reencontrarlas
y volver a beber del gusto - que siempre sacia - de sus ideas. Por otra parte,
los títulos se encargan de tenderle la mano a las primeras páginas de los
periódicos para intentar explicar, desde el punto estratégico, muerto o ciego
del intelectual humanista, el aire que respiran y las botas que calzan los
sucesos globales, económicos y políticos.
Muchas
son ideas que merecen subrayarse y anotarse, sin duda, pero recurren como
fuentes a temáticas diversas e independientes o a nombres que supieron hablar
con una lengua y una ocurrencia propias. Mi sensación es que hay una terrible
ausencia de la cultura en tanto que ella misma en la prensa española, más allá
de los espacios de crítica de las cuatro últimas novedades editoriales. Que se
entienda, sin embargo, que esas otras formas que creo que se hacen son más que
bienvenidas, pero no dejan de ser un recurso astuto ante la falta de
exploración de una cultura nuestra y de ahora de la que existen parcas
anotaciones y que resulta, en toda época, intrínsecamente necesaria para
entender lo que somos y cómo lo somos.
Hablo,
para el que juegue en esos términos, de una especie de metacultura contemporánea o, lo que me chista más a mí, y disculpen
el gabacho, una puesta en abismo de
nuestra forma de pensar el mundo; de ir más allá de discursos rancios con revisiones
manidas de poesía de dos por tres, para dejarse caer un poco en agujeros negros
y leer, por fin, nuestro retrato en tinta húmeda.
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